Acabamos de comenzar un nuevo curso escolar; son muchos los niños y jóvenes que acuden a las aulas de los centros educativos en todos los niveles de la enseñanza. Siempre, y de manera muy clara en este momento, los creyentes hemos de dar un testimonio común del amor de Dios que eleva la vida de los hombres, que nos hace alcanzar las medidas de la dignidad que Él nos otorgó y que nosotros no podemos limitar. La educación debe permitir el desarrollo de todas las dimensiones de la persona.
La educación es una cuestión de amor, pero no de cualquier amor. No puede estar al arbitrio de ideologías que muy a menudo hacen retoques de las medidas reales del ser humano y de las dimensiones que son constitutivas de la persona. La Iglesia, que tiene la misión de anunciar la Buena Nueva que nos trajo Jesucristo, siente la urgencia y el deseo de ofrecer las medias del amor. Consciente de que la educación no solamente es transmitir determinadas habilidades o capacidades, sino también ofrecer la verdadera sabiduría y los valores que dan fundamento a la vida, nunca estuvo lejos de la tarea educativa. A lo largo de los siglos y en todos los lugares de la tierra donde se hizo y se hace presente de modos diferentes, la Iglesia trató y trata de promover el verdadero desarrollo de la persona humana. La Iglesia sabe que anunciar el Evangelio supone también hacer caer en la cuenta a todos de las auténticas dimensiones de la persona, que han de desarrollarse para construir esta humanidad. La primera riqueza de un país son los niños y jóvenes y, por ello, hay que ofrecerles una educación integral que privilegia valores humanos y morales. Estos les permiten tener confianza en sí mismos; afrontar el futuro; preocuparse por otros, que son sus hermanos, y participar en el crecimiento de su nación con un sentido cada vez más profundo y acentuado de los demás.
La Iglesia, experta en humanidad, siempre ha querido ofertar el amor de Dios como contenido esencial para el desarrollo de la persona humana. Al proponer una manera de ser y vivir al estilo de Jesucristo, al recordar que somos imagen de Dios y hermanos, presta un servicio a toda la humanidad. De esta forma ayuda a promover el bien común y la paz entre los pueblos, alienta a responder a todos los sufrimientos que padece el mundo y que afligen a los hombres. Los creyentes estamos convencidos de la importancia del diálogo, la fraternidad, el perdón, la reconciliación, la humildad, el amor, el vivir para los demás y no para uno mismo… Educar para un cristiano supone vivir el contenido del padrenuestro y apostar por que todos los aspectos de la persona se desarrollen.
Ante los desafíos que hoy tiene la humanidad, la tarea de educar y de hacer hombres y mujeres que sepan lo que son en verdad es fundamental. Solo así serán libres y dadores de libertad a los demás. No utilicemos la educación para hacer esclavos de una ideología. Hay que educar en la verdad del amor, sin recortes. No podemos dejar de lado la gran cuestión del amor. Propongamos el amor cristiano: el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos. El amor al prójimo es un compromiso muy concreto, ya que no se contenta con palabras o con ideologías, sino que implica ir al encuentro del otro y atender sus necesidades. No bastan las acciones esporádicas, sino que la cercanía al hermano es una forma de ser y de vivir permanente.
Nadie puede ignorar la crisis comunitaria que estamos viviendo. En el mundo hay violencia, conflictos armados, persecuciones, violaciones de la dignidad humana y ataques a la familia, faltan compasión y generosidad con los más vulnerables, como los migrantes a quienes recordamos en la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado de este domingo… Y por ello, hoy más que nunca, hemos de educar en la verdad del amor.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid